Arturo Ambrogi
Antes que Ambrogi, el cuento en El Salvador se había escrito en verso como lo hiciera Francisco Gavidia, pero también apareció este género literario a guisa de crónica entreverada con ambiente costumbrista, como los relatos de finales del siglo decimonónico publicados por Salvador J. Carazo (1850-1910). (Leer En Provincia; Barba Salinas, Manuel. Antología del cuento salvadoreño, págs. 13-20)
Pero el cuento con los primeros visos de su actual estructura, aunque sin divorciarse del costumbrismo, principia con los relatos de Ambrogi y, específicamente con su libro Cuentos y fantasías, el cual publicó en 1895. Previo a este volumen publicó, dos años antes, Bibelots, de innegable influjo francés, donde incorporó artículos, crónicas y más de algún relato imaginario, quizá, como laboratorio de lo que sería su segundo libro; después de todo, Bibelots, según él mismo lo afirmó, fue escrito apenas a sus catorce años de edad, unos nueve años antes de que diera a conocer el auténtico relato.
Es de ahí, de Cuentos y fantasías, que arranca la cuentística moderna de nuestro país reflejando la problemática y las vivencias del campesinado, así como también rescatando su universo vocabular. Por ello, quienes hemos investigado sobre la lengua salvadoreña, agregamos a su condición de padre del cuento moderno el de pionero en el rescate del habla salvadoreña. Porque para Ambrogi, lo pelado tenía más connotación que lo desnudo; las chinitas, expresaban más que las indirectas; una persona pequeña se comprendía mejor con el vocablo chaparro; y hacerse del desentendido o indiferente se decía mejor con hacerse del ojo pacho, lo que hoy también se expresa como hacerse el suizo o el de los panes. En suma: el pueblo escribía a través de él o bien, el escritor empezó a reconocerse como pueblo.
RESEÑA BIOGRÁFICA DE UN HOMBRE DEL TRÓPICO
Este cronista y cuentista nació en la ciudad de San Salvador, el 19 de octubre de 1875, cuando el cultivo del café se regodeaba por los diferentes puntos cardinales del territorio salvadoreño al tiempo que se extendía la red ferroviaria del país proporcionándole un rostro moderno; y falleció en la misma ciudad, el 8 de noviembre de 1936, mientras el pueblo temblaba sojuzgado por la dictadura del martinato.
Sus obras son: Bibelots (1893), Cuentos y fantasías (1895), Manchas, máscaras y sensaciones (1901), Sensaciones crepusculares (1904), El libro del trópico (1907), Marginales de la vida (1912), El tiempo pasa (1913), Sensaciones del Japón y de la China (1915), Crónicas marchitas (1916), El segundo libro del trópico (1916), El jetón (1936) y Muestrario (1955).
Para Ambrogi, el periodismo y la literatura fueron actividades estrechamente unidas y constantes. Decimos constantes, porque hasta en los últimos días de su existencia seguía escribiendo y, decimos estrechamente unidas, porque sus crónicas con frecuencia no parecen despojarse de los rasgos del cuento, como cuando nos traslada a aquel día que el primer Teatro Nacional de San Salvador fue devorado por un siniestro:
"Esta mañana, ante los escombros, humeantes todavía, del que ayer no más fuera el Nacional, nuestra alma sintió que se cubría de un crespón de melancolía intensa. Ante aquel montón de carbones, de maderas a medio consumir, de láminas de zinc contraídas y agarrotadas por la combustión, de fragmentos de telas ahumadas, de cascotes calcinados, de papeles ardidos y de cenizas hollinosas, ante los pedazos de muro aún en pie, y los pobres árboles chamuscados, todo un pedazo de nuestra vida nacional, todo un poema de intimidad, desfiló ante nuestros ojos, martilleó rítmicamente nuestro cerebro, resucitó en nuestra imaginación escenas y figuras, que la pátina del tiempo, corroyéndolas con el vigor y la constancia de un ácido, habían logrado apagar. Con el Nacional, consumido por el fuego voraz en el espacio de una hora, se consumen cerca de cuarenta años de la vida de San Salvador (...)". (Fragmento de Ante los escombros del Nacional, febrero, 1910; del volumen Crónicas, CONCULTURA,.
PERIODISMO Y PARTICIPACIÓN POLÍTICA Y CULTURAL EN AMBROGI
El ejercicio periodístico lo comenzó hacia 1890 y para el año siguiente ya era corresponsal de un semanario cubano; y a partir de 1892, junto a otros cultivadores de las letras, fue redactor de El Fígaro, donde publicó aplaudidas crónicas. Después, en compañía de Víctor Jerez y Luis Lagos y Lagos, publicó la revista La semana literaria.
Y ya para noviembre de 1902, al igual que muchos escritores de la aldea nacional, tras entusiasmarse por causas partidarias que en poco o nada abonan al oficio, aparece como redactor en El Elector, órgano de divulgación del comité de apoyo al candidato presidencial Pedro José Escalón. Y, según se afirma, también apoyó con artículos la gestión del General Maximiliano Hernández Martínez, posiblemente desde las páginas de Diario Nuevo, dado que el "brujo de las aguas azules" era el mayor accionista de esa empresa hasta que tras haber sido derrocado por una huelga de brazos caídos, se convierte en La Tribuna.
Otros periódicos en los que colaboró Arturo Ambrogi fueron: El Día, que comenzó a circular en 1921 y se mantuvo durante 11 años; Diario del Salvador, que dirigió don Román Mayorga Rivas, donde el autor de El libro del trópico publicó con el seudónimo de A. AM. y a quien Manuel Andino calificó de "el único auténtico hombre de letras que ha tenido el país", afirmando que sus crónicas tenían un gran público. (Ver López Vallecillos, Ítalo. El Periodismo en El Salvador, pág. 356)
Basta con leer sus crónicas y de inmediato nos damos cuenta que Arturo Ambrogi fue un viajante empedernido o, dicho en poesía, un auténtico trashumante que recorrió varias regiones del planeta, incluyendo Europa, Japón, China, Estados Unidos y Sudamérica, con tanto provecho que no sólo enriqueció su acervo literario sino que además le permitió cultivar amistades con Leopoldo Lugones, Enrique Gómez Carrillo, Rubén Darío, Porfirio Barba Jacob y otros más que, hoy por hoy, nos parecen lumbreras míticas.
Además, fue Director de la Biblioteca Nacional de El Salvador y miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua, donde ocupó, al igual que los doctores César V. Miranda y Manuel Alfonso Fagoaga, la silla letra P de dicha institución. Tal era su aquilatada experiencia y su estatura intelectual que como crítico llegó a descalificar la obra histórica de varios escritores y entre ellos la del mismo Francisco Gavidia.
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